viernes, 30 de octubre de 2009

¡Un desafío gigantesco! (1 Samuel 17)

El repentino agrupamiento de tropas filisteas en Judá era prueba suficiente de la inminencia de la guerra. Ni bien llegó el informe a oídos del rey Saúl, dio órdenes de que el ejército se desplegara en el valle de Ela, donde los israelitas y los filisteos habían acampado frente a frente en colinas opuestas. Los dos ejércitos quedaban separados por el valle. Mientras los ejércitos formaban para la batalla, hizo su aparición Goliat de Gat, el paladín de los filisteos, marchando en dirección al campamento de los israelitas. ¡Era un hombre gigantesco, de más de dos metros y medio de estatura! Se protegía con un yelmo de bronce y una armadura de malla que pesaba más de 70 kilos. En su fornida mano llevaba una enorme lanza de bronce con una punta de 10 kilos. ¡Y como si fuera poco, delante suyo iba su escudero portando un enorme escudo! En voz alta lanzó su desafío a las tropas de Israel: —¿Necesitan de un ejército entero para dar fin a este pleito? Soy filisteo, ¿no son ustedes los siervos de Saúl? Pues entonces, escojan entre ustedes a un hombre que baje a medirse conmigo en combate cuerpo a cuerpo. Si vence y me da muerte, seremos sus siervos. Si yo venzo y lo mato, ustedes deberán rendirse y servirnos a nosotros. Al oír Saúl y sus hombres el desafío de aquel gran guerrero, quedaron aterrorizados.
* * *
Mientras tanto, David, apenas un muchachito que apacentaba ovejas, iba camino al campamento llevando comida y provisiones. Al llegar a las afueras del campamento, vio que los soldados acababan de marchar a sus puestos en el frente de batalla. Así que David dejó sus cosas en manos del encargado del bagaje y corrió a saludar a sus hermanos. Mientras hablaba con ellos, se produjo una conmoción en el campamento enemigo. En medio de los gritos y cánticos de batalla de los filisteos, venía Goliat para mofarse una vez más de los israelitas, que al ver al gigante, huían despavoridos. Durante cuarenta días el gran guerrero había venido cada mañana y cada noche para provocar a los israelitas, pero no había quien aceptara el desafío. —¿Lo han visto? —decían los soldados atemorizados—. Todos los días sale a desafiar a Israel. David se enojó al ver que el temor se había apoderado de los hombres, por lo que preguntó: —¿Quién es ese filisteo incircunciso para desafiar a los ejércitos del Dios viviente? Pero de lo único que hablaban los hombres era de la recompensa que ofrecía el rey Saúl a quien lograra dar muerte al filisteo. Al oír esto, David insistía en saber por qué ningún hombre había aceptado el reto. Finalmente, algunos de los que habían presenciado todo aquello, informaron al rey de todo lo que había dicho el joven David, y al enterarse, Saúl lo mandó llamar. Al hallarse David en presencia del rey, le dijo valeroso: —Oh rey, no desmaye el corazón de ningún hombre a causa de él. Tu siervo irá y peleará contra ese filisteo. Lleno de incredulidad, el rey soltó una carcajada y exclamó: —¡Qué estupidez! No puedes pelear contra él. ¡Eres apenas un muchachito, y él ha sido guerrero desde su juventud! —Cuando apacentaba las ovejas de mi padre, y venía algún león o un oso y se llevaba un cordero del rebaño, iba tras él —le dijo David—, y lo hería y libraba al cordero de su boca. Y cuando se levantaba contra mí, lo tomaba del pelo y lo mataba de un golpe. —Por tanto, oh rey —dijo David—, el Señor que me ha librado de las garras del león y de las garras del oso, ¡también me librará de la mano del filisteo! Al ver la fe inquebrantable del muchacho, el rey Saúl finalmente dio su consentimiento y dijo: —Ve entonces, hijo mío, y que el Señor esté contigo. Entonces Saúl vistió a David con su propia túnica real y le colocó una armadura de malla y un yelmo de bronce. David se ciñó la espada del rey e intentó caminar un poco, ya que nunca había llevado armadura. Finalmente, meneó la cabeza dando un suspiro y dijo: —No puedo llevar esto, nunca lo he usado. De modo que se quitó la armadura y la espada, tomó su cayado y se fue hasta un arroyo cercano, donde escogió cuidadosamente cinco piedras lisas y las metió en su morral. Luego tomó su honda y marchó, solo, hacia donde se hallaba Goliat. El gigante, precedido por su escudero, comenzó a caminar en dirección a David, ante la mirada silenciosa y reverente de la multitud de soldados curiosos. Al ver que David era apenas un muchacho, Goliat se burlaba de él: —¿Es que soy acaso un perro, que vienes a mí con un palo? -le gritó. Luego maldijo a David en nombre de sus dioses y le dijo: —Ven aquí, y daré tu carne a las aves del cielo y las bestias del campo. David, sin embargo, se mantuvo firme, impávido. Luego, con voz llena de fe, gritó: —Tú vienes a mí con espada, con lanza y con escudo, pero yo vengo a tí en el nombre del Todopoderoso, del Dios de los ejércitos de Israel, a quien has desafiado. El Señor te entregará hoy en mi mano... ¡y el mundo sabrá que hay un Dios en Israel! ¡Y sabrán todos los que se hallan congregados aquí que el Señor no salva con espada ni con lanza, pues del Señor es la batalla, y El te entregará en mi mano! Al oír esto, el rostro de Goliat enrojeció de cólera y comenzó a avanzar esgrimiendo su enorme lanza. David corrió hacia las líneas enemigas velozmente para enfrentarlo. Metió la mano en su saco y sacó una piedra. La colocó en la honda y la arrojó con toda su fuerza, acertando al filisteo en medio de la frente, el único lugar desprotegido de su cuerpo. De pronto el gigantesco guerrero se detuvo, trastabilló y cayó de bruces. Al ver esto, ¡los soldados del ejército israelita gritaron de júbilo! Pero David no tenía espada, de modo que corrió hasta donde estaba el filisteo caído, y desenvainando su enorme espada, le cortó la cabeza. Aquel día, un muchachito venció al gran paladín de los filisteos valiéndose nada más que de la fe, de una honda y una piedra. Al ver la valerosa victoria de David, "se levantaron los hombres de Israel y persiguieron a los filisteos, que huyeron abandonando a los heridos en el camino." Los persiguieron hasta su propia tierra y al volver despojaron totalmente el campamento abandonado de los filisteos. La batalla había concluido e Israel estaba a salvo. ¡Dios había obrado poderosamente a través de un muchachito que le amaba y confiaba plenamente en El! ¡No hay límites a lo que Dios puede hacer con una persona leal y dispuesta a hacer Su voluntad. ¡Deja que Dios se valga de ti al máximo! La única manera en que nos pueden vencer es si dejamos de atacar y perdemos el valor y la fe para tomar la iniciativa. ¡Si la causa es buena, vale la pena luchar por ella! Y recuerda que en una pelea lo que importa no es el tamaño del hombre, sino las ganas de pelear que tenga. Debemos estar dispuestos a luchar, dispuestos a morir, dispuestos a decir: "¡Por la gracia de Dios, aquí me planto firme! ¡No puedo hacer otra cosa!"
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