domingo, 25 de octubre de 2009

Perdidos y a punto de naufragar en el amazonas


Estaba embarazada de siete meses. Era uno de esos días de calor insoportable propios del verano del norte del Brasil, cerca de la línea del ecuador. Miguel, un colega de la Familia, y yo nos disponíamos a hacer una travesía por el Amazonas para llevar la Palabra de Dios y manifestar Su amor a la gente de otra ciudad. El viaje se adivinaba peligroso, dado que las barcas eran viejas y saltaba a la vista que no estaban en buenas condiciones para navegar. Además, el río está plagado de pirañas, esos peces carnívoros de apetito voraz y dientes afilados que en grandes cardúmenes suelen atacar a animales vivos mucho más grandes que ellos. Como viajábamos de noche nos dieron a cada uno una hamaca. Acosté a mi hijo de cuatro años, que viajaba con nosotros, y me dispuse a dormir. Durante varias horas todo parecía marchar normalmente; pero de golpe, sin motivo alguno, el barco se detuvo. Transcurrido un tiempo, Miguel decidió ir a averiguar qué pasaba. Abajo encontró a la tripulación que se esforzaba frenéticamente por achicar agua de la sentina. El barco había chocado contra un objeto que había abierto un boquete en el casco, y se estaba hundiendo. Por si fuera poco, los marineros comentaron que se habían desorientado y no sabían en qué parte del río nos hallábamos. Viendo que los tripulantes estaban asustados y desesperados, Miguel se puso a ayudarles a sacar agua y aprovechó la coyuntura para orar con ellos, tratar de infundirles fe en Dios y explicarles que Él es capaz de proteger a quienes le imploran auxilio. Yo aún no sabía lo que sucedía, pero al ver que pasaba el tiempo y Miguel no regresaba, supuse que ocurría algo grave. No recuerdo haber clamado jamás a Dios con tanto fervor. Me encontraba en algún punto del Amazonas, un río plagado de pirañas, a bordo de un barco que evidentemente estaba en apuros, encinta y acompañada de uno de mis tres hijos —los otros dos reposaban a salvo en casa, gracias a Dios—. Para colmo, ¡no sé nadar! Momentos después de mi sentida oración apareció delante de nosotros una nave enorme completamente iluminada. Un hombre subió a la barca en que nos encontrábamos y calmadamente ayudó a los tripulantes a reparar el casco. Luego les indicó en qué dirección hallarían un muelle. De pronto, tan misteriosamente como se había presentado, el hombre se desvaneció. La tripulación, los demás pasajeros y yo lo buscamos para darle las gracias, pero tanto él como su nave habían desaparecido. ¿Cómo era posible? No tenía sentido que un barco de ese tamaño se perdiera de vista en apenas unos segundos. ¿Acaso aquel hombre y sus acompañantes eran ángeles? Sea como fuere, el hecho es que esa noche Dios respondió a nuestras oraciones y nos salvó la vida.

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