domingo, 25 de octubre de 2009

«Nadie tiene mayor amor que este...»


Cualquiera que fuera el destino de aquellos proyectiles de mortero, el hecho es que cayeron sobre un orfanato dirigido por misioneros en una aldea de Vietnam. Los misioneros y uno o dos de los niños murieron en el acto. Varias criaturas más quedaron heridas, entre ellas una chiquilla de unos ocho años. La primera asistencia que recibieron fue de parte de un médico y una enfermera de la marina norteamericana que llegaron en jeep. No portaban otra cosa que sus bolsos de instrumental médico elemental. Determinaron que la niña era la que se encontraba en estado de mayor gravedad. Sin una transfusión, moriría a causa del shock y la hemorragia. Un rápido análisis arrojó que ninguno de los dos norteamericanos era del mismo grupo sanguíneo que la criatura, pero varios de los huérfanos ilesos sí. El médico apenas balbuceaba unas palabras en vietnamita y la enfermera hablaba un francés elemental. Con esa combinación y un improvisado lenguaje de señas, trataron de explicar la situación a aquellos niños asustados. Preguntaron entonces si alguien estaba dispuesto a donar sangre para salvarle la vida. Su petición fue respondida con miradas atónitas y un silencio absoluto. Luego de unos minutos, que parecían eternizarse, se alzó titubeante una pequeña mano, que enseguida se plegó para finalmente levantarse otra vez. —Muchas gracias —dijo la enfermera en francés—. ¿Cómo te llamas? —Heng —respondió el niño. Rápidamente acostaron a Heng sobre un catre, le limpiaron el brazo con alcohol y le introdujeron una aguja en la vena. El niño permaneció quieto y en silencio a través de aquella penosa prueba. Al cabo de un momento soltó un profundo sollozo y se tapó rápidamente la cara con la mano que tenía libre. —¿Te duele, Heng? —preguntó el médico. El niño movió la cabeza indicando que no, pero luego de unos momentos soltó otro sollozo y una vez más trató de disimular su llanto. Sin embargo, sus gemidos esporádicos derivaron en un llanto continuo y silencioso. Mantenía los ojos herméticamente cerrados y el puño en la boca para acallar sus sollozos. En ese momento llegó una enfermera vietnamita para asistir al equipo médico. Al ver la angustia del pequeño, enseguida se puso a hablarle en su idioma. Escuchó su respuesta y volvió a platicarle, esta vez en tono tranquilizador. El niño dejó de llorar y miró a la enfermera vietnamita con gesto dubitativo. Al asentir ella con la cabeza, la expresión del rostro del pequeño cambió por una de gran alivio. Levantando la mirada, la enfermera dijo en voz baja a los norteamericanos: —Él creía que se estaba muriendo. Les entendió mal. Pensó que le habían pedido que diera toda su sangre para salvarle la vida a la niña. —Pero ¿por qué habría de acceder a eso? —preguntó la enfermera norteamericana. La vietnamita le tradujo la pregunta al niño, quien respondió escuetamente: —Es mi amiga.

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