lunes, 4 de enero de 2010

Reflexiones para tiempos difíciles


Estimado amigo: Hoy estaba pensando en ti y me disponía a enviarte algo alentador cuando mis pensamientos me transportaron al día en que nació Jesús. Pero la imagen que evoqué no fue la típica de Navidad: María serena y hermosa, ataviada con una túnica limpia y adorando al niño Jesús; éste envuelto en sábanas blancas impecables y acostado en un pesebre que parece más un mueble fino que un comedero de animales; y a un lado un burro debidamente almohazado para la ocasión junto a un José alto, fornido e impertérrito. No; la imagen que me vino era probablemente más realista. ¿Te imaginas lo difícil que debió de ser para María ir de Nazaret a Belén cuando estaba a punto de dar a luz? Aunque la Biblia no dice que Jesús naciera la noche misma en que llegaron a Belén, ese viaje de más de 100 kilómetros —ya fuera a pie o a lomo de burro— debió de agotarla tanto que le indujo el parto. Las contracciones suelen ser bastante incómodas aun con todas las condiciones a favor. Imagínate en un camino polvoriento a kilómetros de su punto de destino. ¡Qué dura prueba debió de ser para ella! Es fácil figurarse a José diciéndole: «Aguanta un poquito más», mientras echaban pa’ lante. ¿Quién sabe? Tal vez él también se sentía abrumado, cansado y atormentado por las dudas: ¿Cómo es que no había buscado una mejor manera de trasladarse? ¿Cómo es que no se le había ocurrido hacer el viaje antes? Quizás estuvo a punto de hundirse en la desesperación al llegar a Belén y enterarse de que la posada estaba llena: ¿Cómo es que se conformó con que María diera a luz en un establo? ¿No logró encontrar un sitio más digno? Es muy posible que en algún momento José y María temieran fracasar en la misión trascendental para la que habían sido elegidos: la de traer al mundo, que tan perdido y oscuro estaba, al portador del amor y la luz de Dios. Con todo, piensa en la alegría que los debió de embargar cuando tomaron en brazos a su recién nacido y se toparon con Su hermosa mirada de amor. Ese es un momento maravilloso para cualquiera que trae por primera vez un niño al mundo, amén de una de las experiencias más gratificantes de la vida; y más para José y María, ya que su bebito resplandecía con el amor de Dios como ningún otro. A juzgar por todos los documentos que nos han llegado, las pocas personas que vieron a Jesús aquella noche tuvieron la extraña sensación de que aquel niñito les alumbraría el camino y sería el cumplimiento de la promesa divina de salvación. Por otra parte, la noche en que nació Jesús señaló el principio de una vida de tribulaciones, peligros, penas y dolores para Él y Su familia. Todo eso condujo a una gloriosa victoria, la resurrección de Jesús; pero no fue una victoria fácil. Mucho dependía de José y María, quienes aparte del llamamiento particular que habían recibido para constituirse en los padres terrenales de Jesús eran personas comunes y corrientes, de carne y hueso, como nosotros. Por momentos debió de ser durísimo para ellos. Desde ese prisma, mis propias desgracias y dificultades se ven bastante manejables, por mucho que las sobredimensione y que a veces me parezcan abrumadoras. Es normal descorazonarse y perder la esperanza cuando las circunstancias nos agobian y nos sentimos incomprendidos, desamparados. A veces yo también me siento así. Al pensar en todo lo que te ha sucedido este último año, querido amigo, me imagino que a ti te ocurre lo mismo. Sin embargo, deseo que cobres ánimo, que sigas adelante pase lo que pase, que «pelees la buena batalla de la fe (1 Timoteo 6:12), como dice la Biblia, sabiendo que nada puede separarte del amor de Dios (Romanos 8:38,39) y que no estás solo en las batallas de esta vida. Aguanta, amigo mío. Un día todos celebraremos la victoria juntos: José, María, Jesús, tú, yo y muchos otros. ¿Por qué? Porque por la gracia de Dios no nos dimos por vencidos, no desesperamos, sino que perseveramos y seguimos amando hasta el final.
Lily Sridhar es integrante de La Familia Internacional en la India.

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