viernes, 4 de diciembre de 2009

Una amiga de verdad


Cuando rondaba los 15 años estaba convencida de que me las sabía todas. Aunque estaba llena de inseguridades, tenía opiniones sobre todo, opiniones tajantes. En retrospectiva, me da pena por mis padres. Estoy segura de que no fui fácil de criar, sobre todo durante la adolescencia. No me gustaba que mis padres fueran más estrictos que los de otros jóvenes. Eso me llevó a apartarme de ellos, como hacen muchos chicos a esa edad. Estaba segura de que no me entendían, y en realidad así era. Ninguno de mis hermanos mayores se parecía a mí. Lo cuestionaba todo, y me costaba acatar las reglas. Reconozco además que no era muy profunda que digamos. Mi principal objetivo en la vida era pasarla bien. Mis padres eran amorosos, pero yo no estaba convencida de que quisiera seguir sus pasos como misionera. Aunque tenía un carácter fuerte, por dentro lo único que deseaba era encontrar a alguien que realmente me comprendiera. Una vez que asistí a una reunión en la que era la única joven, mientras las personas mayores conversaban en pequeños grupos, me senté sola en un rincón a observar. En eso se acercó una señora llamada Joy, y nos pusimos a conversar. A la larga le abrí el corazón y le conté mis conflictos. Pensé que me iba a sermonear, pero no hizo otra cosa que escucharme. Con su actitud me dio a entender que se interesaba por mí. En ningún momento me puso en mi lugar ni trató de hacerme cambiar de opinión; simplemente procuró entenderme. A raíz de esa conversación nació entre nosotras una amistad que duró siete años, hasta que Joy falleció. Me apoyó tanto en la fortuna como en la adversidad. Dábamos caminatas juntas y a veces nos escribíamos notitas sobre cosas que nos resultaba difícil decirnos en persona. Aun cuando se trasladó a otra ciudad, lejos de donde yo vivía, nos mantuvimos en comunicación por teléfono y por correo electrónico. Buena parte de esos siete años Joy estuvo tan enferma que la muerte la acechaba en todo momento. Sin embargo, nunca la escuché quejarse. Siempre estaba chispeante y se interesaba profundamente por los demás. Ella me hizo ver algo importante: que no tenía nada de malo que fuera yo misma. Al mismo tiempo me enseñó a esmerarme por entender a la gente, a no prestar tanta atención a las apariencias y a veces ni siquiera a las palabras que se dicen, a aceptar a las personas tal como son y manifestarles amor incondicional. Aunque parecemos muy diferentes unos de otros, estamos hechos del mismo barro y todos ansiamos el cariño, la comprensión y la aprobación de los demás. Cuando alguien ve nuestra necesidad y la satisface, nos transformamos.Theresa Leclerc es misionera de La Familia Internacional en Sudáfrica.

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