sábado, 5 de diciembre de 2009

El día en que se rompió la sillita


Estaba fascinada CON MI bebé. Allen era uno de esos niñitos contentos y apacibles. Lo ponía en su silla—hamaca y —despierto o dormido— se quedaba quietecito mientras yo lo mecía con un pie y trabajaba. Tenía un trabajo de escritorio que desempeñaba a media jornada en casa y estaba contenta de poder seguir haciéndolo aun con un bebé tan pequeño. Me enorgullecía de ser capaz de atender lo uno y lo otro y recibía muchos elogios por ello. El nene fue creciendo, se puso más gordito y pasaba más ratos despierto; así y todo, vivía feliz en su silla-hamaca. Un día noté que la sillita estaba más cerca del suelo que de costumbre. Me imaginé que Jessica —mi hija mayor, por entonces de dos años— se había sentado encima y la había vencido. Quise enderezar el armazón, pero no lo conseguí. Cada vez que mecía a Allen, el pobre se daba con las nalguitas contra el suelo. Le pedí a mi marido que le echara un vistazo, y su conclusión fue que había que soldar la estructura. —No te preocupes —le respondí—. Es más fácil comprar una nueva. Al rato llegó la hora de la siesta de Allen. Estaba acostumbrada a ponerlo en la silla mientras yo trabajaba, pero tuve que acunarlo en mis brazos hasta que se durmió. Primero lo estuve bamboleando mientras caminaba por la habitación, luego sentada en la mecedora. Cuando por fin se durmió, no quise ponerlo en su cuna, no fuera que se despertara. Me quedé sentada como una inútil. Cuanto más pensaba en todo lo que tenía que hacer, más me impacientaba. Entonces me vino un pensamiento: «Puedo orar». Recordé el título de un libro que había leído: No te quedes ahí parado; reza. Apliqué, pues, ese principio. Recé por mi bebé, por el trabajo de mi marido, por mi hija, por mis diversas obligaciones, por mis amigos y familiares. Para cuando el nene se despertó, me sentía increíblemente renovada y optimista. Tenía la impresión de haber logrado mucho más que si hubiera estado mecanografiando frente a la computadora. Y seguramente así fue. Jesús nos enseñó que debemos «orar siempre» (Lucas 18:1). Admito que no estoy ni cerca de alcanzar semejante grado de constancia en la oración; pero vamos, si logro pasarme el rato de siesta de mi hijo rezando por los demás, tal vez me aproxime un poquito a ese ideal. Así, pues, comprobé una vez más que todas las cosas redundan en beneficio de los que aman a Dios2. A raíz de aquel contratiempo que no me permitió rendir al máximo en mi trabajo, Dios me hizo ver algo que tiene mucho más valor: la eficacia de la oración.Bonita Hele es misionera de La Familia Internacional en la India.

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