sábado, 5 de diciembre de 2009

Cómo despejé mi buzón de entrada


Admito que no está completamente vacío. No pretendo eso. Sin embargo, en el último mes pasé de una situación de larga data en la que tenía entre 100 y 150 mensajes acumulados en mi bandeja de entrada a una en la que en cualquier momento tengo entre 7 y 30. Eso, claro está, a excepción de cuando abro mi programa de correo por la mañana y me llueven los mensajes. Para gran parte de mi trabajo de gerente utilizo el correo electrónico. He leído consejos de expertos en eficiencia que recomiendan no estar pendiente de la bandeja de entrada. Entre otras cosas dicen: «Fíjate ciertas horas para revisar el correo», o: «No interrumpas lo que estés haciendo para leer y responder cada mensaje que te llegue». Eso siempre me pareció estupendo. No atender cada mensaje apenas llega me dejaría más tiempo para abordar lo prioritario y las tareas de mayor envergadura. Además, sufriría menos estrés. Pero ¿qué podía hacer con mi bandeja de entrada? Seguramente los mensajes se acumularían más que antes. Otras personas se molestarían conmigo, pues retrasaría su trabajo. Ya me imaginaba todo el tiempo, la mano de obra y el dinero que se perdería si no respondía o atendía los contratiempos que surgieran. Me pasé una película de todas las calamidades que podían acontecer. El hecho es que una buena porción de mi trabajo, incluidos algunos de los aspectos más importantes, gira en torno a mi bandeja de entrada. En efecto, todos los días tengo que leer muchos mensajes, sopesarlos y dar respuestas, de modo que abrirla durante solo un par de horas simplemente no resulta. Se dan incluso casos en que tengo que encargarme de asuntos con bastante celeridad. Probé diversas técnicas de concentración y economía de tiempo, que fueron medianamente eficaces; pero el problema de la acumulación subsistía. No obstante, hace poco descubrí algo que me permitió hacer algunos avances. Me tomé un par de semanas para alejarme de la oficina y trabajar en un lugar tranquilo. Fue ahí que se me ocurrió una idea. A decir verdad, tengo que reconocer que fue Jesús quien me la dio: Comenzar la jornada sin abrir mi bandeja de entrada y en cambio atender uno o dos asuntos pendientes de máxima prioridad. «¡Uy! ¿Comenzar la jornada de trabajo sin mirar la bandeja de entrada? ¿No revisarla hasta las 11 de la mañana o el mediodía? ¿En serio?» Eso hice religiosamente todos los días durante aquellas dos semanas. Hubo un par de días en que a ninguna hora pude conectarme a Internet para recibir mi correo. Aquello me tenía con los nervios de punta. Pero Jesús me dijo textualmente: «El mundo no se detiene cuando tú te detienes». Eso sí que me pegó duro. Naturalmente, era la verdad, y tuvo en mí un efecto liberador. En el transcurso de esos días se me hizo patente un principio que había oído muchas veces: Que por medio de la oración podemos lograr más que con nuestros propios esfuerzos. Nada sacaba con preocuparme por mensajes urgentes que no había recibido y que por tanto no podía responder. En cambio, oré por todos los trabajos en curso y por las personas que los estaban realizando. Eso me dio paz interior, además de una jornada de trabajo ininterrumpido. ¿Qué sucedió entretanto con mi bandeja de entrada? Que a lo largo de esas dos semanas, la cantidad de mensajes no aumentó; siguió siendo más o menos la misma. A pesar de mi negligencia al no dedicarle prácticamente toda mi atención, el número de mensajes por contestar no se incrementó. Un par de días antes del final de mi retiro, tuve una revelación: ¿Por qué no habría de resultar aquello mismo en mis circunstancias normales de trabajo? Me decidí a probarlo. Al sentarme frente a mi escritorio el primer día, en lugar de abrir mi programa de correo electrónico, me pasé 15 minutos orando por los diversos trabajos que teníamos entre manos y por los compañeros que estaban a cargo de ellos. Después abrí mi lista de tareas pendientes y comencé por el primer ítem: una carta que llevaba demasiado tiempo postergando. Luego pasé a varios de los siguientes. A eso de las 11 de la mañana revisé mi correo electrónico y respondí a los asuntos más urgentes. Al cabo de unos 10 días de ese nuevo modus operandi, se produjeron como por arte de magia dos resultados notables: logré eliminar una importante lista de asuntos pendientes que arrastraba desde hacía demasiado tiempo, y el número de mensajes en mi bandeja de entrada se redujo de unos 70 —que ya estaba bastante bien— a unos 10, que sin duda está mucho mejor. Es decir, que había despejado mi bandeja de entrada no haciéndole caso. Podría alegar que fue un milagro, pero no creo que fuera el caso. Pienso más bien que puede atribuirse a que acaté los consejos de gente que conoce su tema, o sea, a los expertos en administración del tiempo y por supuesto a Jesús. Por fin me puse a hacer las cosas como desde hacía mucho tiempo sabía que debía hacerlas. Antes me resistía a ello; aducía que ese no era mi estilo y que no se adaptaba a mi personalidad. Ahora me siento más flexible y rejuvenecida. Estoy aproximándome al hito de las seis semanas, que —según dicen— es el tiempo que se tarda en interiorizar un nuevo hábito. Por la gracia de Dios, creo que lo lograré. En este momento puedo afirmar con convicción que mi bandeja de entrada está a mi servicio, y no yo al suyo. Ya no me dicta lo que debo hacer. Ahora no es más que un medio, un instrumento para ayudarme a cumplir con mis obligaciones. Cómo será que hasta tengo tiempo para escribir este artículo. (Aclaración: Puede que esta táctica no le funcione a todo el mundo, pues cada persona y cada situación son distintos. Si a ti no te resulta, estoy segura de que Jesús te ayudará a dar con una solución que sí te sirva.)
Jessie Richards es directora de producción de «Conéctate» y de otras publicaciones de la Familia Internacional.

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