domingo, 6 de diciembre de 2009

¡Cantemos!


Me despertó temprano un coro de pájaros con sus trinos, gorjeos y conversaciones. Sus sonoras y alegres melodías llenaban el ambiente; eran como un sonido envolvente natural. Estaba acampando con varios amigos en unos bosques próximos a Mostar, una ciudad de seiscientos años de antigüedad que se mencionó mucho en las noticias durante la guerra de Yugoslavia de principios de los 90. Las notas de los pájaros subieron de tono y volumen. Al rato se apagaron y quedaron casi en un susurro, para luego aumentar de intensidad y vibrar nuevamente con entusiasmo y optimismo. Las dificultades que afronta este país étnicamente dividido eran lo que menos preocupaba a los pajarillos. Casi quince años después de terminar oficialmente la guerra, los croatas católicos, los bosnios musulmanes y los serbios ortodoxos todavía están aprendiendo a convivir en las mismas ciudades, a trabajar en armonía y perdonar. Salí a pasear junto al río y observé el paisaje: la carretera estaba llena de baches, había bancos sin asiento, un puente semidestruido, un pequeño café sin puertas ni vidrios en las ventanas, arriates invadidos de malas hierbas. Me recordé a mí misma: «No debes pisar la hierba. ¡Puede haber minas!» Por unos momentos me olvidé de los pájaros. ¿Por qué había ocurrido todo aquello? ¿Quién había sido el causante de semejante calamidad? Me acerqué a las tambaleantes ruinas del puente y observé un pájaro en una de las barandas. ¿Se acordaría de lo que había pasado? ¿Habría visto a alguien morir en aquel lugar? ¿Habría oído los disparos? El ave prorrumpió entonces en canto, y olvidé aquellos interrogantes. Su cuerpecito se estremecía mientras cantaba con todas sus fuerzas. Se le salía el alma con el trino. Lo hacía con tal fuerza y convicción que me entraron ganas de cantar a mí también. Parecía que su tonada hablaba del sol naciente, de la mañana, del cielo azul, de aquella nueva jornada llena de esperanza, de las flores, del apacible bosque, de las aguas frescas que corrían relucientes, lavándolo todo y llevándose consigo los rastros del pasado. El pájaro no pensaba en la impresión que causaba ni en el efecto que pudiera tener su interpretación; simplemente cantaba con todo su ser. No sé cuánto tiempo me quedé sentada observándolo; el caso es que me olvidé de todo lo demás. Me embelesé con su trino y canté con él. Fue un canto a la libertad que sentía surgir en mí, a las nuevas posibilidades, a las nuevas formas de mirar la vida, a la esperanza, a la belleza de la creación y a su gentil Creador, a ese gran amor que lava los errores del pasado. Fue una sensación grata y liberadora. Olvidémonos de las diferencias étnicas. Olvidémonos del quiebre de relaciones. Olvidémonos de los errores de quien jamás pidió perdón. Aprendamos de las aves. Cantemos con toda el alma. ¡Simplemente cantemos!Mila Govorukha es integrante de La Familia Internacional en Bosnia-Herzegovina.

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