martes, 17 de noviembre de 2009

Un sueño bien concreto


Yo me crié en la Rusia comunista, donde todo y todos estaban bajo estrecha vigilancia de la KGB. Las pocas personas que creían en Dios y en Jesús lo mantenían en secreto. Mi padre era funcionario del Gobierno, lo cual entrañaba que nuestra familia estaba aún más vigilada que la mayoría. Nadie hablaba nunca de la fe. Nadie decía que Dios existía. La religión era un cuento de hadas para pusilánimes. «Yuri Gagarin [cosmonauta soviético y primer ser humano en realizar un vuelo espacial] estuvo en el espacio y no vio a Dios —nos decían los profesores en el colegio—, simplemente porque no existe». Lo único sagrado, lo único que todos reverenciaban y temían era el Partido Comunista. A los nueve años tuve el honor de ser la primera, de todos mis compañeros, en ser admitida en los Jóvenes Pioneros, agrupación ligada a las juventudes comunistas. Hice el juramento tradicional en el cual me declaré atea y estaba decidida a defender las enseñanzas del abuelo Lenin. Llenaba mis días estudiando física y astronomía, y me encaminaba raudamente hacia el brillante futuro que me prometía el Gobierno: una formación excepcional y muchos años de trabajo en un laboratorio científico, todo por el bien de la Madre Rusia. Dios no me hacía ninguna falta. Algo sucedió entonces que hizo tambalear mis convicciones comunistas. Mi familia tenía previsto visitar a unos amigos en Zelenogorsk, un pueblito a poca distancia de nuestra casa en San Petersburgo —que durante la era comunista se llamaba Leningrado—; pero mi madre se negó a ir. —Tuve un sueño —dijo ella—. Si vamos ahora sufriremos un accidente y puede que no sobrevivamos. Vi que un camión dejaba caer unos bloques de concreto sobre nuestro auto mientras estábamos detenidos en un semáforo. En aquella época los camioneros rusos tenían fama de ser muy descuidados con la carga que llevaban. Al fin y al cabo, fuera cual fuera la calidad de su trabajo, recibían el mismo estipendio mensual del Gobierno. No era raro ver toda la carga de un camión desperdigada por el camino. Mi padre no quiso escuchar «esas supersticiones de mujeres» y decidió que partiríamos. A mitad de camino nos topamos con un embotellamiento de tráfico. Mi padre tomó un desvío. Al dar la vuelta a una esquina, nos encontramos con un semáforo que acababa de ponerse en rojo. Delante mismo de nosotros había un camión cargado de bloques de concreto. Nos asaltó una inquietante sensación. Mi padre palideció al tiempo que intentaba apartarse del camión. Sin embargo, los autos detenidos detrás del nuestro nos dejaban muy poco espacio para maniobrar. Al cabo de lo que nos pareció una eternidad, logró hacerse a un lado. En ese momento, el sueño de mi madre se hizo realidad. El tablón que sostenía los bloques de concreto se quebró por el peso de los mismos. Nos quedamos mudos al verlos caer encima del auto que había ocupado nuestro lugar. Estábamos conmocionados, pero a salvo. Nunca olvidaría lo sucedido aquel día. Traté de encontrarle una explicación lógica y plausible al sueño profético de mi madre, pero no lo lograba. Había una sola explicación que no parecía ni lógica ni plausible: Dios le había dado aquella vislumbre del futuro para salvarnos la vida. La noche siguiente hice algo inusitado para mí: recé. —Dios, si realmente existes y nos salvaste la vida en aquel accidente, vuelve a demostrarme que velas por mí. Envíame a alguien que me hable de Ti. Si lo haces, creeré. Momentos después salí a la calle. Todo estaba oscuro. Por mi mente circulaban miles de interrogantes. ¿Había obrado Dios un milagro para salvarme la vida? Y en tal caso, ¿por qué? ¿Iba a responder mi oración y darme otra señal? Al pensar en lo que podía suceder en cualquier momento se me puso la piel de gallina. No había dado más de diez pasos cuando alguien me entregó un hermoso afiche. «Dios es amor —decía— y Él te ama a ti». Me quedé atónita. —¿Por qué me das esto? —pregunté. —Porque Dios me dijo que lo hiciera —respondió aquella desconocida—. Él quiere estar a tu lado cuando lo necesites. No recuerdo qué otras palabras intercambiamos, pero terminé rezando con aquella chica y aceptando a Jesús como Salvador. Convinimos también en que visitaría su casa un par de días más tarde, pues ella iba a dar una clase de la Biblia a un pequeño grupo de cristianos convertidos hacía poco. Unos dos meses después decidí hacerme misionera. Tenía diecisiete años. Al principio mis padres no me tomaron en serio; pero un día, mientras hacía mi maleta para participar en un campamento juvenil, mi padre entró al cuarto. —¿A dónde crees que vas? —me espetó. —Quiero ser misionera y ayudar a la gente —respondí—. El campamento no dura sino tres meses, padre. Mi madre escuchó la discusión y tomó partido por mi padre. —¡¿Tres meses?! —gritó él—. ¿No entiendes que tres meses es tiempo de sobra para que la gente se dé cuenta de que mi hija anda con extranjeros cristianos? ¡Me van a echar del Partido Comunista y hasta podrían sospechar que soy espía! ¡Me voy a quedar sin empleo y sin dinero! ¡Y la culpa será tuya! Era apenas 1991. La Unión Soviética acababa de desmembrarse. —Las cosas van a cambiar —quise hacerle ver. Se negaba a escucharme. Siguió sermoneándome durante horas; pero su diatriba no alteró mi convicción en un ápice. En mi corazón sabía que Dios me había llamado a servirle y que yo iba a ser fiel a esa vocación pasara lo que pasara. Al ver mi madre que sus argumentos no hacían mella en mí, decidió acompañarme y averiguar con qué clase de gente me había metido. En la primera reunión a la que asistió ella también se convirtió al cristianismo. Aquella noche volví a discutir acaloradamente con mi padre. Se sorprendió al ver que en esta ocasión mi madre me defendía. Al final accedió a que yo «probara esa cosa de Dios», siempre y cuando Él le diera una señal. Esa misma noche su viejo reloj se cambió al horario de invierno sin que nadie lo tocara. A la mañana siguiente, al darse cuenta de que el suyo era el único reloj de la casa que daba la nueva hora sin haber sido ajustado, recordó que pocas horas antes le había pedido una señal a Dios. No cabía en sí de alegría. Aquel día mi padre también aceptó a Jesús. Desde entonces se siente orgulloso de ser cristiano. —Los comunistas no hicieron otra cosa que prometernos un futuro auspicioso —les dice a todos—. Dios en realidad es quien tiene los medios para concedérnoslo y responder a nuestras oraciones. Terminé convirtiéndome en misionera. Los últimos doce años he visto muchos milagros y señales más que me han demostrado que Dios existe. Y lo mejor de todo es que descubrí lo que faltaba en mi vida: el vínculo que liga ahora mi corazón al de Dios. (Joanna Alcassas es misionera de La Familia.)

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