sábado, 7 de noviembre de 2009

Un muchacho a la orilla del río


Era un encuentro de esos que se ven en las películas, en que unos extraños escudriñan los rostros de las personas que se hallan en la recepción de un hotel con la esperanza de captar un indicio de reconocimiento en los ojos de alguien. ¡En ese momento lo vimos! Aquella sonrisa era inconfundible. —¡Shao Feng! ¡Después de tanto tiempo! ¡No puedo creer que seas tú! Para entonces, esa sonrisa que concedía gracia a sus duras facciones se había extendido de oreja a oreja. Mientras nos dábamos un fuerte apretón de manos, aquel empresario chino bien parecido expresó con entusiasmo: —¡Es un milagro de Dios! ¡Indudablemente! Coincidíamos plenamente con él, pues lo habíamos conocido trece largos años atrás en una de nuestras primeras visitas a la China. En aquella oportunidad no era más que un jovencito lleno de sueños e interrogantes. Entablamos amistad con él a la orilla de un río cuando inició una conversación con nosotros a fin de practicar sus recién adquiridos conocimientos de inglés. Nos preguntó acerca de nuestra vida en el extranjero, a qué nos dedicábamos y cómo vivíamos. Aprovechamos la oportunidad para hablarle de Jesús. Le contamos brevemente nuestra trayectoria y le explicamos cómo habíamos encontrado la respuesta a muchos de los interrogantes que en algún momento de nuestra existencia nos habían desconcertado. Le contamos que habíamos hallado un Salvador que nos amó tanto que murió por nosotros y que algún día nos acogería para siempre en Su Reino. En aquella ribera, mientras se ponía el sol, Shao Feng oró con nosotros para aceptar a Jesús en su corazón. Conversamos largo y tendido aquella noche y buena parte del día siguiente. Hablamos del amor y el odio, del doloroso pasado del mundo y del auspicioso futuro del Cielo. Hablamos de la desdicha y la felicidad. Le dijimos que un día Jesús enjugaría todas nuestras lágrimas. Aquella noche vimos renacer la esperanza en el corazón de aquel joven, y aunque sabíamos que tendríamos que despedirnos pronto de él, no nos cabía duda de que la presencia de Dios permanecería con él para siempre. No lo volvimos a ver hasta hace poco, cuando —trece años más tarde— nos encontramos con él en la entrada del hotel. Le habíamos escrito muchas veces. Le habíamos enviado tarjetas con palabras de aliento o notitas con saludos cordiales. Curiosamente, no habíamos recibido respuesta. No sabíamos si atribuirlo a la censura de la correspondencia o a algún error en la dirección. El hecho es que finalmente, después de no recibir respuesta a ninguna de nuestras cartas, dejamos de escribirle. Pasaron los años y nos mudamos. Volvimos a mudarnos varias veces. Ya saben cómo es la vida de un misionero. Pero cierto día nos llegó un sobre de regular porte tapizado de estampillas por ambos lados y diversas direcciones de remitentes. Lo abrimos y dentro encontramos una carta de 10 páginas. Aquel joven entusiasta había madurado y se había convertido en un exitoso empresario. Desde la última vez que lo habíamos visto, había estudiado, viajado al exterior y experimentado muchísimos cambios en su vida. Había conocido la felicidad y la tristeza, el amor y la soledad. La China misma había pasado por casi tantas transformaciones como nuestro amigo: la Plaza Tiananmen, las reformas económicas y la actual política de apertura al mundo exterior. Shao Feng nos contó que había hallado una medida de éxito en su trabajo y que su vida no había estado exenta de aventuras. Sin embargo, en lo profundo de su corazón todavía tenía sed y anhelos de algo más. Después de años de inútiles intentos se había dado cuenta de que solo el amor de Dios podía llenar ese vacío. Nos pedía ayuda para recobrar aquella paz que había sentido, un día ya lejano, a la orilla del río.

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