martes, 10 de noviembre de 2009

Más allá de las apariencias


Decir que Mick era un personaje rudo sería casi un eufemismo. Tenía el pelo y la barba largos y descuidados. Le faltaban varios dedos y dientes. Lucía aretes en las orejas y otras partes del cuerpo y estaba todo cubierto de tatuajes. Mi esposa, Marianne, había ido al hospital a visitar a una amiga. Mick y su novia fueron internados en el mismo hospital después de un accidente motociclístico en el que ambos habían sufrido unas lesiones espantosas. Marianne inició una conversación con la esperanza de levantarle la moral y animarlo a acudir a Dios en su momento de sufrimiento y pesar. Estaban por amputarle la pierna derecha a la altura de la rodilla. Antes de dar por terminada aquella visita, Marianne le dio a Mick un folleto cristiano titulado Con cariño, para ti y rezó por él. En la siguiente visita que Marianne y yo hicimos al hospital, Mick se recuperaba de la amputación. Lo encontramos sentado en la cama sumido en una profunda depresión. Unos momentos después, una asistente social le trajo una noticia que lo dejó aún más anonadado: los padres de su novia habían conseguido un mandato judicial para impedir que la volviera a ver. Rompió a llorar y tratamos de consolarlo. Entonces nos contó su vida. Había nacido con una grave deficiencia en ambos oídos. Años más tarde un trozo de vidrio de un parabrisas roto le hizo perder la vista en un ojo. Se fue de casa a los 14 años, y desde entonces había entrado y salido de la cárcel 17 veces. Nos dijo con todo desparpajo que había estado en casi todas las penitenciarías de Australia. Su madre se había suicidado, y el resto de su familia no quería ni verlo ni saber de él. Le hablamos de Jesús y le dejamos más publicaciones cristianas para que las leyera. Las circunstancias nos impidieron volver a visitar a Mick en el hospital. Le escribimos, pero no nos respondió. Pasaron dos años. Un día Marianne se acordó de Mick, y apenas dos días más tarde nos llamó por teléfono. Resulta que encontró una carta que Marianne le había escrito dos años antes, y luego de releerla, decidió tratar de ubicarla llamando al número que ella le dejó en la carta. Nos contó que había estado en la cárcel casi todo el tiempo desde la última vez que lo habíamos visto. Tuvo que cumplir condena puesto que se le atribuyó la culpa del accidente. Nos alegró restablecer la comunicación con Mick y nos dio la impresión de que agradecía mucho nuestro interés por él. Lo invitamos a cenar a casa. En la mesa nos contó más acerca de su pasado, su adicción a las drogas, sus temporadas en la cárcel y su participación en una pandilla de motociclistas. Era todo un personaje, y no intentó ocultarlo para nada. Se mostraba tal cual era. A la larga, la conversación se tornó más profunda y derivó en el tema de la religión. Mick nos dijo que creía en la existencia de Dios. Cuando llegó la hora de irse le preguntamos si quería orar para aceptar a Jesús en su corazón. Mick se quedó pensativo un momento y luego dijo: «Sí, está bien». A continuación rogó a Jesús que le perdonara todas sus fechorías y que fuera su Señor y Salvador. Hemos seguido visitándolo y hemos procurado ayudarlo en todo lo que hemos podido. Principalmente recordándole que el Señor siente por él un amor incondicional, a pesar de su pasado. «El hombre mira lo que está delante de sus ojos —dice la Biblia—, pero el Señor mira el corazón» (1 Samuel 16:7). Detrás de la rústica apariencia de Mick, de su prontuario policial y de todo el daño que había causado a los demás y a sí mismo, Dios encontró un corazón arrepentido y sediento de amor.

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