lunes, 16 de noviembre de 2009

la sonrisa del abuelo


Estaba cubierto por sábanas blancas de hospital, conectado a un enjambre de tubos y cables. Al acercarme, casi no lo reconocí... su palidez, las mejillas hundidas... Pero cuando abrió los ojos y me sonrió, casi no pude evitar hundirme en sus brazos como siempre lo había hecho. El abuelo, a quien amaba más que a nadie en el mundo, había sufrido un grave infarto. Desde que tengo memoria, el abuelo había sido mi mejor amigo, así como mi confidente y consejero cuando tenía problemas con mis amigos o con mis hermanos. Siendo yo la menor de mi familia, era tímida, desgarbada y muy insegura de mí misma. Pero el abuelo siempre sabía darme el toque de ánimo que me hacía falta. Si necesitaba alguien con quien jugar, él venía a jugar conmigo. Si necesitaba un paño de lágrimas, sabía donde encontrarlo; los cálidos y fuertes abrazos del abuelo eran lo más reconfortante para mí en el mundo. Si tenía que corregirme, lo hacía con firmeza, pero sin brusquedad. Me llegaba hasta lo más hondo del corazón y me motivaba a cambiar para bien. También rezaba mucho, y siempre me recordaba que la oración era la fórmula más segura de conseguir que pasaran cosas buenas. Yo tenía 14 años. Apenas dejaba atrás la niñez cuando nos llamaron para que fuéramos al hospital. Uno a uno, desde el mayor hasta el menor, se nos permitió entrar a la habitación del abuelo para verlo unos momentos. Después de una sonrisa y de un alegre saludo con una voz medio débil, el abuelo me tomó la mano. —Joyce, siempre has sido mi nietecita benjamina predilecta —dijo—. Entiendo que a veces te cueste encontrar tu lugar. A menudo no sabes qué hacer, y te preocupa que nunca llegues a ser gran cosa. Pero quiero que tengas la seguridad de que Dios te ama y tiene un plan para ti. Mamá me tocó suavemente en el hombro y me condujo fuera de la habitación. —El abuelo está agotado y necesita descansar —me dijo. Dos días más tarde volví a verlo. Esa vez estaba vestido con su traje más elegante y yacía en un ataúd. Casi abrumada por la fragancia de tantas flores, pasé mis últimos momentos con él. En esa ocasión sus brillantes ojos azules no se abrieron. Temblé de miedo y emoción al acercarme, pero entonces observé su rostro. Su radiante sonrisa me aseguraba que todo estaba bien. El abuelo había muerto de la misma forma que había vivido: sonriendo. Durante varios días la gente habló de su sonrisa. Hasta el sepulturero dijo que había intentado durante horas cambiar la expresión de su rostro, porque nunca había visto nada igual y le parecía un poco inquietante. El abuelo no nos dejó mucho dinero ni bienes: su último deseo y testamento fue la sonrisa de paz y satisfacción dibujada en su rostro. Mi familia siempre había asistido a la misma iglesia, en un pueblito tan pequeño que ni siquiera aparece en un mapa parcial de los Estados Unidos. Todos los domingos, el abuelo llegaba 20 minutos tarde como mínimo. Y todos los domingos, un grupo de unos 30 niños entraba detrás de él. Aquel era su pequeño apostolado. Reunía a los niños de las familias pobres que vivían en los cerros y los llevaba a la iglesia. Años después, en un banco de una ciudad de la zona, un joven empresario escuchó a mi padre decirle su nombre a alguien. —¿Hancock? —preguntó el hombre—. ¿Por casualidad tiene usted algún parentesco con Ed Hancock? Entonces procedió a contarle que de niño se había criado en los cerros y que todos los domingos sin falta mi abuelo lo llevaba a la iglesia. —De eso tengo recuerdos muy gratos, pero lo que realmente transformó mi vida fue cuando me dijo un día: «Sé que vienes de una familia pobre y te parece que nunca serás gran cosa, pero quiero que tengas la seguridad de que Dios te ama y tiene un plan para ti». En la secundaria y después, en la universidad, fue una lucha conservar la fe rodeada de profesores ateos y amigos escépticos. A veces yo misma dudaba de mis convicciones. Pero aun en los peores momentos, el recuerdo de la sonrisa y la fe de mi abuelo me convencía de la existencia de Dios. Hace 31 años decidí entregar mi vida al Señor y ver qué haría Él con alguien insignificante como yo. Desde entonces he vivido en diez países, trabajando de misionera, compartiendo el amor de Dios con los demás y conquistando almas para Jesús. He superado mi timidez, me he dirigido a grupos numerosos de personas, he dictado seminarios y he tenido por alumnos a cientos de niños y jóvenes. He hecho muchas cosas que aquella tímida y azorada adolescente de 14 años ni soñaba que haría. Al recordar los rostros de las personas con quienes he rezado para que acepten el precioso don divino de la salvación, no puedo concebir una vida más estupenda o gratificante. Aun hoy, Dios no deja de poner en mi camino personas muy especiales. Percibo sus temores y su timidez y las tomó de las manos. Sin pensarlo, me salen las palabras: «Entiendo que a veces no sepas qué hacer y te preocupe lo que será de ti. Pero Dios te ama y tiene un plan para ti».

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