Era Semana Santa en Jerusalén. Por las callejuelas empedradas de la Ciudad Antigua se oían los gritos de los mercaderes, y el persistente aroma de infinidad de especias exóticas inundaba el aire, impregnándolo todo. Puestos adornados con bordados palestinos de vistosos colores exhibían brillantes joyas orientales. Rítmicos temas de música pop en árabe resonaban en las disquerías, mientras multitudes de turistas, peregrinos y habitantes se agolpaban en las calles. Sin embargo, tras aquella apariencia de alegría y vistosidad se respiraba una tensión. En cada esquina, pequeños grupos de soldados israelíes toqueteaban nerviosamente sus armas automáticas. Al interior de los altos muros de piedra de la basílica del Santo Sepulcro, misteriosos cantos litúrgicos en tono grave resonaban en la penumbra. Sacerdotes en sotana balanceaban incensarios en el aire viciado. Caminé en silencio con algunos compañeros por corredores sinuosos que parecían interminables y que descendieron a un lugar de un frío entumecedor, donde la débil luz de las lámparas de los muros prácticamente quedaba ahogada por sombras oscuras y tenebrosas. Un sacerdote le soltó una agria reprimenda a un avergonzado turista que sin querer cruzó una línea invisible en el piso de piedra hacia terreno santo y prohibido. ¿Era realmente éste el sito donde Jesús fue sepultado y donde resucitó para inspirar a Sus seguidores a difundir luz, amor, verdad y libertad por el mundo? Más tarde visitamos otro lugar que, según un hallazgo arqueológico más reciente, podría haber sido donde fue sepultado Jesús: la Tumba del Jardín. Excavaciones realizadas en los últimos siglos descubrieron un huerto del siglo i, donde hay un humilde sepulcro tallado en una pared rocosa. A la entrada se aprecia claramente el surco por el que se hacía rodar la piedra que lo cerraba. Otros descubrimientos dan a entender que los primeros creyentes pudieron haberlo considerado un lugar santo. Una serenidad difícil de definir reinaba en los sinuosos senderos de aquellos jardines, a la sombra de los olivos y los pinos. Una joven se sentó cerca del sepulcro a meditar. Su rostro también reflejaba paz. Cerca del huerto hay un promontorio rocoso en el que se distingue una figura que se asemeja a una calavera. Algunos alegan que es el «Lugar de la Calavera» donde, según la Biblia, Jesús fue crucificado. Dicho promontorio ahora forma un discreto telón de fondo para una terminal de autobuses, situada frente a la Puerta de Damasco, una de las principales entradas a los concurridos corredores de la Ciudad Antigua. Mientras contemplaba el promontorio y la terminal de buses, me quedé asombrado por la aparente incongruencia del panorama. En el sitio donde tal vez tuvo lugar uno de los sacrificios más trascendentales y conmovedores de la Historia, la gente sigue con su sencilla vida cotidiana, luchando por salir adelante. Un obrero que venía del trabajo y se dirigía a su casa adquirió un boleto y, cansado, miró su reloj. Una madre agotada tenía a su hijo en brazos y en la otra mano llevaba la bolsa de las compras. Un vendedor ambulante exponía sus artículos sentado en la acera y miraba con desconsuelo su mercancía, que por lo visto solo unos pocos podían comprar. La instrucción que adquirí en una iglesia tradicional me dejó la impresión de que había que caminar mucho desde el tribunal de Poncio Pilato, donde Jesús fue condenado, hasta la colina apartada donde fue crucificado. Entonábamos himnos que hablaban de «una colina verde a lo lejos» y «un lejano cerro coronado por una cruz». Pero al consultar la Biblia, vi que dice: «El lugar donde Jesús fue crucificado estaba cerca de la ciudad» (Juan 19:20). Tiene sentido que los romanos escogieran un lugar concurrido para crucificar a Jesús y a los dos malhechores que murieron con Él. Es un hecho comprobado que las ejecuciones públicas son un medio eficaz de reducir los delitos y los actos de subversión. No pude dejar de pensar que aquel lugar guardaba un simbolismo más profundo. Tal vez Jesús no quiso ser crucificado en un sitio muy distante donde nadie lo pudiera ver ni tocar, sino en una bulliciosa calle que le permitiese dar un testimonio final a la gente a la que amaba, donde todos pudieran ver y sentir Su sufrimiento y donde, mediante Su sacrificio, Él pudiera mitigar el dolor ajeno. Me pareció ver Sus tiernos ojos, llenos de lágrimas, mirando hacia la ciudad dividida, mientras decía: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lucas 23:34). En la Tumba del Jardín el guía nos informó que la arqueología es, en el mejor de los casos, una ciencia de conjeturas fundamentadas. No afirmó saber exactamente dónde fue crucificado y sepultado Jesús; tampoco yo. La verdad es que no importa. Pero si me dieran a elegir un entorno para Su resurrección, creo que elegiría aquella humilde tumba. El interior oscuro de la basílica del Santo Sepulcro me recordó demasiado la angustia de la introspección y la autoflagelación, la dolorosa oscuridad del sentimiento de culpa. En contraste, de la anónima Tumba del Jardín que visité aquel día emanaban una paz y una libertad tan vigorizantes como la brisa que movía las ramas de los olivos, tan refrescantes como el aroma de las hojas de pino en el aire templado y agradable de abril.Y si me dieran a elegir, cambiaría el crucifijo estilizado, enrarecido, inaccesible de una colina remota por la cruz cercana a la puerta de la ciudad, la que toca nuestra vida diaria con su humildad, con la universalidad de su empatía, su accesibilidad, su desvelo, la que todavía sangra ante el dolor que los mortales nos infligimos unos a otros y anhela redimirnos. Optaría por la cruz frente a la terminal de autobuses. ?(Ian Bach is misionero de La Familia Internacional en Oriente Medio.)
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