domingo, 8 de noviembre de 2009

La montaña rusa


Creo que tenía unos 14 años cuando me monté por primera vez a una montaña rusa. Recuerdo que cuando mi carrito subió hasta la cima y emprendió el primer descenso en picada, se me congeló la sangre. En ese momento pensé: «¡¿Para qué diablos estoy haciendo esto?!» Luego comenzó la sucesión de subidas y bajadas violentas, y el pulso se me aceleró hasta tal punto que creí que el corazón me iba a estallar. Y no había respiro ni salida. Mi única alternativa era aferrarme y aguantar hasta terminar el circuito. Los primeros meses después que acepté a Jesús como Salvador se parecieron mucho a aquella experiencia en la montaña rusa. A veces estaba en la euforia, y otras inmerso en el mayor derrotismo. En ocasiones, mientras mi carrito subía, pensaba: «Esto es fantástico, cada vez va mejor. Tengo la felicidad asegurada.» Entonces llegaba a la cima y me detenía allí por un momento, antes de caer en picado y sumergirme en un mar de dudas y abatimiento. Todavía no había aprendido que «caminar por fe y no por vista» (2 Corintios 5:7) significa acoplar nuestro carrito a las inalterables promesas divinas en vez de atornillarlo a nuestros efímeros sentimientos. Los días en que estaba feliz y en la cúspide se debían a que había hecho algo bien: así interpretaba yo las cosas. Quizás había sido excepcionalmente humilde o estaba más en sintonía con el Señor y Su Espíritu Santo. Fuera lo que fuese, algo me había impulsado a cruzar una frontera invisible y me encaminaba hacia un plano espiritual más elevado, dejando atrás a los demás mortales. Me sentía en el pináculo de la gloria y me enorgullecía de ello. Había escalado mi Everest. Pero justo cuando más orgulloso me sentía de mis presuntos progresos y revelaciones espirituales, invariablemente el verdadero yo asomaba cabeza y hacía patentes todas sus imperfecciones. Horrorizado, caía en la cuenta de que en realidad no había llegado a ninguna parte. Solamente había alcanzado una cumbre momentánea, apenas una de las muchas que había en la montaña rusa, con todas sus curvas, contracurvas y bajadas repentinas. Así era mi vida espiritual basada en mis sentimientos, Finalmente, cuando terminaba el recorrido y me detenía, mareado y aturdido, descubría con sorpresa que el Señor todavía me amaba. Él era como un papá, que me estrechaba en Sus brazos y me aseguraba que todo iba a salir bien. Me alzaba hasta que se me pasaba aquella sensación de náuseas que me producía mi aparente fracaso. Me tomó varias vueltas de esas percatarme con diáfana claridad de lo incondicional que es el amor de Dios. Por muy bajo que hubiera caído o por muy alto que me pareciera haber escalado, Su amor era constante. Cuando daba contra el fondo y clamaba a Él en oración, me invadía un sentimiento de paz y de seguridad, y me sentía aceptado. Era como si me levantara, me sacudiera el polvo, me diera un beso y una palmada en la espalda, me pusiera de pie sobre la base firme de Su Palabra y me señalara qué dirección tomar. Todo ello con una sonrisa radiante de amor y alguna palabra de aliento. El versículo «Dios es amor» (1 Juan 4:8) cobró toda una nueva dimensión para mí. Finalmente me di cuenta de que mis inútiles esfuerzos por arribar a un estado de espiritualidad que me creía en el deber de alcanzar no hacían otra cosa que impedir que Dios dirigiera mi vida. Una vez que tomé conciencia de ello, dejé de poner tanto empeño en convertirme en lo que debía ser y empecé a confiar en que, efectivamente, Él era dueño de la situación y me ayudaría a ser lo que Él quería que fuera. Me tomó varios años comprender en qué consiste la verdadera espiritualidad y darme cuenta de que el objetivo no es llegar a la cima y permanecer en ella, sino más bien manifestar amor y compasión; que la auténtica humildad consiste en darnos cuenta de que, si la amorosa mano de Dios no obra en nuestra vida, jamás lograremos nada; y que la verdadera religión consiste en brindar el amor de Jesús al prójimo. Ahora, cada vez que veo una montaña rusa, me detengo y hago una oración para agradecerle al Señor Su amor y Su paciencia, y que Su Palabra me haya librado de aquel circuito de altibajos construido sobre mis sentimientos y mi propia concepción de la espiritualidad para encaminarme por la senda derecha y angosta que conduce a una vida celestial junto a Él, ahora y para siempre.
* * *
¡Cómo engañan los sentimientos! ¡Qué inseguros y volubles son! Sólo es digna de crédito la firme Palabra de Dios. Aunque me sienta acongojado por falta de una tierna señal, hay Alguien mayor que mi alma que a Su Palabra no ha de faltar. Confiaré en Su inmutable Palabra hasta que cuerpo y espíritu se separen, pues ésta no muere ni acaba aunque todas las cosas pasaren. Martín Lutero.

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