domingo, 25 de octubre de 2009

Una Biblia entre las llamas


Luchando por progresar económicamente, trabajaba sin cesar en el negocio de mi familia. Mi meta era alcanzar cierta estabilidad en la vida. Tal vez deduje que adquiriendo todos los bienes que deseaba conseguiría ser feliz. Había tenido una infancia difícil. Después que murió mi madre, mi padre se volvió alcohólico, y no estaba en condiciones de criarme a mí y a mis dos hermanos. En aquellos años conflictivos yo solía hablar con el Señor, y Él me consolaba. Jesús siempre ha estado a mi lado, pero lamentablemente yo no siempre estuve junto a Él. El trabajo arduo me ganó el respeto de mis semejantes y beneficios materiales. Pero a medida que esos empeños ocupaban un lugar cada vez más preponderante en mi vida, pensaba menos y menos en Jesús. Con el tiempo Dios me bendijo concediéndome un marido ejemplar y dos preciosos niños. Cierto día, un misionero llamó a la puerta y me habló del Señor. Me alegré mucho de trabar amistad con un cristiano como él. Nos mantuvimos en comunicación por correspondencia y periódicamente me enviaba publicaciones cristianas. Me gustaba leerlas, pero estaba demasiado ocupada con los afanes de esta vida para prestar atención a sus advertencias. Mi prioridad era atender el negocio. Trabajando largas horas pudimos adquirir las cosas que queríamos: un lindo auto, un buen televisor, equipo de música, una computadora, etc. Un día, en octubre de 1988, recibí una llamada telefónica en el negocio. ¡Mi casa se había incendiado! ¡Al llegar a mi hogar no daba crédito a lo que veía! ¡La casa y todas las cosas materiales por las que había trabajado tanto se estaban haciendo humo! Allí de pie en la calle junto a mis hijos lloré amargamente por todo lo que había perdido. No teníamos más que lo que llevábamos puesto. Los frutos de años de sacrificio eran reducidos a cenizas ante mis ojos. Algún tiempo después, la compañía para la que trabajaba mi esposo nos alojó en otra casa. Poco a poco superamos el trauma. Al cabo de un tiempo la mejor amiga que tenía en el vecindario donde había vivido antes me dijo que tenía algo que me pertenecía, algo de la casa que no se había quemado. Pensábamos que nada había sobrevivido a aquellas llamas. ¿Qué podía ser? Para mi sorpresa me entregó mi biblia. ¿Cómo era posible? Yo misma había caminado entre las ruinas y había observado detenidamente el sitio donde solía poner la Biblia. La estantería y todo lo que había en ella -todos los otros libros, el ordenador, el equipo de música y muchos otros objetos de valor- o había sido consumido por las llamas o se había derretido y calcinado hasta quedar irreconocible. Mi amiga me explicó que a su esposo le habían encargado que revisara los restos de la vivienda para ver si encontraba algo que se pudiera recuperar, y mientras lo hacía le llamó la atención un objeto que había quedado semioculto entre las cenizas y los escombros: mi biblia. ¡Era increíble que mi Biblia hubiera sobrevivido a aquel infierno! ¡No pudo haber sido coincidencia! Dios se había propuesto enviarme un mensaje muy claro sobre lo que Él consideraba realmente importante y duradero. No podía yo dejar de hacer algo al respecto. Comencé a leer aquella biblia regularmente, estudié las publicaciones cristianas que mi amigo misionero seguía enviándome y procuré sinceramente modelar mi vida según los amorosos preceptos divinos. Hoy en día soy muy feliz. He cambiado mis objetivos materiales por otros de índole espiritual. Ahora tengo un hambre voraz de las Palabras del Señor y un deseo profundo de transitar por Sus caminos. Mi vida está hoy cimentada en Su verdad, la cual no puede ser conmovida por las llamas ni la calamidad. «El Cielo y la Tierra pasarán, pero Mis Palabras no pasarán» (Mateo 24:35). Aún conservo aquella biblia. Le faltan las tapas y está un poco chamuscada en los bordes, pero la Palabra, la verdad divina contenida en ella, sigue intacta.

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